Territorio K

Franz Kafka (1883-1924)

Praga

Franz Kafka nació el 3 de julio de 1883 en Praga, aún bajo el Imperio austrohúngaro. Pasó allí la mayor parte de su vida. Amaba y odiaba su ciudad. Fue su hogar, su fortaleza y su cárcel.

La vida y la literatura de Kafka están ligadas a su ciudad natal. Sus relatos no transcurren de forma explícita en Praga, pero la atmósfera extrañamente opresiva en la que se desarrollan todas sus historias, salvo las más tempranas, remite sin duda a esa ciudad centroeuropea.

Checo de nacimiento y germanoparlante, la compleja identidad cultural de Kafka también estuvo determinada por sus raíces judías. Kafka creció en el gueto de Praga, uno de los más antiguos de Europa. Existen muchas leyendas vinculadas a este gueto lleno de callejuelas sinuosas, pasajes enigmáticos y pequeños patios ocultos. La más conocida es la del rabino Löew, un erudito que ejerció de guía espiritual de los judíos de la capital en el siglo XVI. Según el mito, el rabino creó un ser de barro —el Golem— para proteger a los miembros de su comunidad. En 1915, el Golem protagonizó la conocida novela de Gustav Meyrink, a través de la que estas historias fantásticas se popularizaron incluso entre quienes no fueron educados en el judaísmo, como Kafka. La fama de Praga como ciudad mágica y algo siniestra suele atribuírsele al escritor checo, pero en realidad fue Meyrick el primero en extenderla. La Praga mágica de Kafka tiene en cualquier caso otro sentido, marcado por la lucidez intelectual del gran autor.

Judaísmo

Pese al origen judío de su familia, la relación de Kafka con su tradición religiosa fue ambigua. No fue educado en el judaísmo y apenas lo practicó. Su padre quiso distanciarse de la comunidad judía a la que pertenecía para dejar atrás todo rastro de su pasado humilde. Sin embargo, a veces iba a la sinagoga con su único hijo varón, y Kafka llegó a hacer el Bar Mitzvá, una de las ceremonias judías más importantes, que marca la transición a la adultez y la asunción de responsabilidades religiosas.

Se sabe que la llegada a Praga de un pequeño grupo de teatro yidis procedente de Polonia influyó mucho en el joven Franz. Años después, se interesó por el jasidismo, una rama del judaísmo de la Europa oriental que ahonda en las experiencias místicas y lo sobrenatural. Influido por su amigo Max Brod, Kafka se acercó también al sionismo y llegó a plantearse emigrar a la ‘Tierra Prometida’, pero siempre tuvo sentimientos encontrados respecto al proyecto sionista.

Kafka vivió un periodo especialmente virulento para un judío de clase media: «Me paso las tardes dándome un baño de odio antisemita». Él mismo dio muestras de antisemitismo en más de una ocasión. En una carta a Milena, se preguntaba «¿Qué tengo en común con los judíos? Apenas tengo nada en común conmigo mismo». Se interpreta como parte de su dosis diaria de autodesprecio —propiamente judía, por otro lado— pero no conviene olvidar que uno de los grandes temas de su obra es la identidad. Kafka no parece capaz de sentirse parte de ningún colectivo: ni judío, ni checo, ni prácticamente humano.

Familia

Franz Kafka fue el primogénito de Hermann Kafka y Julie (Löwy), ambos de origen judío y rural. Su padre fue un hombre de físico y personalidad imponentes. De extracción humilde, se hizo a sí mismo emigrando a la ciudad y estableciendo junto a su mujer un negocio de telas e hilos que, con mucho trabajo, acabo resultado próspero. Julie pertenecía en cambio a una familia acomodada y culta de comerciantes textiles. Franz se sintió siempre más cercano a su familia materna y en especial a sus tíos Alfred, al que todos llamaban «el tío de Madrid», y Siegfried, médico rural. Julie protegió a menudo al pequeño Franz frente a su severo padre, pero las expectativas de su primogénito y único hijo varón de mantener una vida libre y alejada del negocio familiar probablemente defraudaron a ambos progenitores. Esta tensión se refleja en muchos de los relatos y novelas de Kafka.

Franz tuvo tres hermanas: Gabriele (Elli), Valerie (Valli) y Ottilie (Ottla). Esta última, la menor, nueve años más joven que Kafka, fue su cómplice y su hermana más querida.

Franz convivió con su familia la mayor parte de su breve vida. El fragor del ambiente doméstico lo desquiciaba a menudo, pero nunca llegó a abandonar del todo la casa familiar. El hecho de que al final de sus días ocultase a sus progenitores la gravedad de su estado y el cariño y respeto con los que se dirigió a ambos en sus últimas cartas también parecen probar el estrecho lazo que lo unió a su familia.

Padre

Hermann Kafka nació en un pequeño pueblo del sur de Bohemia, en el seno de una familia humilde, encabezada por Jacob Kafka, su padre, un carnicero kosher del que heredó la apariencia y el carácter robustos. Hermann trabajó desde muy joven y no pudo estudiar, pero dominaba el checo y el alemán, algo que le resultó muy útil en su determinación de prosperar. Durante tres años, disfrutó de la vida en el ejército, donde llegó a ser sargento. Siempre le gustó hacer gala de su autoridad y fortaleza.

Su matrimonio con July Löry, que procedía de una familia rural acomodada, ya supuso un cierto ascenso social para él. Se conocieron en Praga donde, una vez casados, Hermann montó con su ayuda un comercio que resultó lucrativo. Trabajó con ahínco e hizo lo posible para dejar atrás todo rastro de su pasado, incluido su origen judío. Impuso el alemán como idioma familiar y aseguraba que eran checos. Fue un comerciante respetado y un cabeza de familia ejemplar. Deseaba que su único hijo varón, Franz, siguiera sus pasos, tomando en el futuro las riendas del negocio y formando su propia familia. Su hijo, que no se parecía nada a él, tenía en cambio sus propios planes.

Desde la infancia, Franz se sintió atemorizado por su padre, que siempre lo consideró un pusilánime. En la famosa ‘Carta al padre’, que Hermann nunca llegó a leer, su hijo anotó: «Todos mis escritos tratan sobre ti». Temas como el miedo ante el poder superior, el sentimiento de culpa, la humillación, los conflictos con la autoridad, presentes en la mayoría de las historias de Kafka, surgen sin duda de la temida figura paterna. Pese a las tensiones que mantuvo con su padre toda la vida, siempre lo admiró.

Mujeres

Las mujeres fueron un refugio a la vez que una amenaza para Kafka. En el ámbito familiar, sus protectoras fueron su madre y sus hermanas; sobre todo la menor, Ottla, que, ya adulta, lo acogió primero en la casita del Callejón del oro de Praga y después en la finca de Zürau, donde Kafka pudo escribir varias de sus historias sin las distracciones del hogar paterno. Ottla fue su mayor cómplice y su hermana más querida.

Franz nunca llegó a casarse. Sus relaciones amorosas fueron fundamentalmente epistolares y a menudo tan apasionadas como tormentosas. En sus cartas, se entregaba por completo, desnudándose con impudor y una honestidad que impresiona por no mostrar en el cortejo precisamente su lado más favorecedor. Mantuvo sin embargo una evidente distancia física con las mujeres. Suele explicarse por su compleja sexualidad, marcada al parecer por una experiencia juvenil turbia con una prostituta. También lo alejó de ellas su propósito de dedicarse por completo a la literatura. A través de sus diarios y cartas, conocemos las figuras femeninas más importantes de la vida de Kafka: sus prometidas Felice Bauer y Julie Worhryzek, Milena Jesenská —quien mejor le comprendió y a la que más respetó— y su último consuelo, la joven Dora Diamant. La correspondencia que mantuvo con ellas fue sin duda un taller literario. Ellas fueron su fuente de energía e inspiraron muchos de sus relatos. Que ‘La condena’ y ‘El proceso’ están estrechamente ligados a Felice y ‘El castillo’ inspirado en Milena lo revela el propio Kafka en sus cartas y diarios.

Amigos

Kafka fue un hombre solitario e introvertido pero en absoluto uno antisocial. Le gustaba observar y escuchar lo que ocurría a su alrededor. Solía mostrarse en público sonriente y amable, a la vez que distante tras su «muro de cristal». Resultaba inaccesible incluso para sus más íntimos, pero fue un amigo fiel al que le gustaba divertirse como el que más en cabarets y cafés nocturnos.

Es conocido el vínculo que desde la juventud lo unió a Max Brod, escritor y editor al que debemos que la obra de Kafka haya sobrevivido, al traicionar su deseo de que fuera destruida tras su muerte. Admirador de sus escritos, Brod fue su confidente y su inseparable compañero en viajes por Europa, sesiones de cine y tertulias literarias como la de ‘El círculo de Praga’, a la que también perteneció el escritor y buen amigo de ambos, Franz Werfel. Otro gran amigo de Kafka fue Oskar Pollak, quien lo influyó especialmente en su época de estudiante. A él le escribió estas reveladoras líneas sobre la lectura: «Pienso que sólo debemos leer libros de los que muerden y pinchan. Si el libro que estamos leyendo no nos obliga a despertarnos como un puñetazo en la cara, ¿para qué molestarnos en leerlo? […] Un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros». También se sabe que Kafka disfrutaba mucho leyendo en alto pasajes de sus historias y provocar con ello la risa de sus amigos.

Salud

Kafka se sintió a disgusto con su cuerpo desde niño. Alto y muy delgado, se comparaba a menudo con su fornido padre, ante el que se veía enclenque y ridículo cuando iban juntos a la Escuela Cívica de Natación. Esta sensación lo acompañó siempre. De adulto, siguió con entusiasmo programas de ejercicios y dietas de tipo naturista. Algunas de estas, como la que consistía en masticar cada bocado diez veces, exasperaban a su padre en la mesa. Su progenitor, hijo de un carnicero kosher, tampoco llevó bien que Franz decidiera mantener una dieta vegetariana.

Durante años, Franz practicó cada día el método Müller. Consistía en ejercitar una serie de movimientos durante quince minutos, desnudo frente a una ventana. También le gustaban los paseos, el remo y el tenis, y nunca dejó la natación. Adalid del club de los escritores-nadadores, nadar fue para Kafka una necesidad vital.

Padecía insomnio, y él mismo se consideraba enfermizo e hipocondríaco. Siempre receló de la medicina tradicional y prefería tratarse con reposo y aire fresco, que encontraba en sus estancias en diversos balnearios y sanatorios europeos. Tras los primeros síntomas de la tuberculosis pulmonar que ocasionaría su muerte a los cuarenta años, a Kafka no le quedó más remedio que recurrir a la medicina clásica. Aun así, estaba convencido de que la enfermedad fue resultado de su tensión anímica. Pasó sus últimos días de vida en un sanatorio cerca de Viena, junto a su última novia, Dora Diamant, sin poder prácticamente comer ni hablar. Prueba de su ironía y de que su vida y obra estuvieron siempre ligadas, los últimos cuentos que escribió fueron ‘Un artista del hambre’ y ‘Josefina la cantora’.

Escritorios

Kafka encarna a través de su obra la figura del burócrata deshumanizado. También es conocido que se veía obligado a escribir por las noches para encontrar el silencio y el tiempo que le faltaban de día. Por ello tiende a creerse que detestaba el trabajo que ocupó toda su vida activa en la Compañía de Seguros de Accidentes Laborales del Reino de Bohemia. No fue así. Jurista de formación, anhelaba una mayor libertad y había aspectos de su trabajo que le causaban tedio, pero su oficio, que además desempeñó con gran diligencia, le hacía sentirse digno ante su padre. Fue reconocido por sus superiores, que lo ascendieron y evitaron que se alistara y marchara al frente en la Gran Guerra, al considerarle imprescindible. Gracias a la labor de Kafka, se redujo de hecho la tasa de accidentes y el número de muertos en las industrias de Bohemia.

Kafka tampoco se había propuesto hacer de la literatura su profesión. La ejerció como una necesidad vital antes que otra cosa. «Yo soy la literatura», anotó en sus diarios. Sentarse a escribir fue para él un ejercicio de introspección tenaz que lo alejaba del mundo, a la vez que le permitía asimilarlo. Escribía por las noches, en una especie de estado de trance cercano a la ensoñación: «El acto de escribir es un sueño más profundo que la muerte. Nadie me puede arrancar de mi escritorio por la noche, así como nadie intentaría sacar un cadáver de su tumba».

Contexto

El cambio de siglo fue un momento histórico convulso, donde las innovaciones tecnológicas —el cine o el aeroplano—, que entusiasmaron a Kafka, convivían con las tensiones sociales derivadas de un panorama político y económico mundial de enorme complejidad. La situación se agravaba en su caso por su condición de judío asimilado en medio de un paradigma en vías de transformación respecto al régimen anterior, con la ascensión de los nacionalismos. Desde niño, presenció muestras del odio inveterado hacia los judíos y él mismo se autodespreciaba por serlo. Fue testigo de saqueos en comercios, quema de sinagogas y libros hebreos y emigraciones a Palestina, a donde él mismo se planteó exiliarse.

Se menciona a menudo su entrada en el diario del 2 de agosto de 1914: «Hoy Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde fui a nadar», pero se sabe que intentó alistarse, en parte para escapar de su compromiso matrimonial con Felice Bauer, y que fueron sus superiores en la oficina quienes lo impidieron. Su capacidad de observación, que muchas veces parece visionaria, no fue en absoluto ajena al periodo sanguinario que se estaba gestando a su alrededor. La guerra le afectó en cualquier caso: a través de los mutilados que volvían del frente, y que trataba cada día en el trabajo, la censura del correo, los controles para viajar, el racionamiento, la disolución de proyectos editoriales, la pérdida ahorros y la muerte de seres queridos como su amigo Oskar Pollak, fallecido en el frente. Tras la muerte de Kafka, sus tres hermanas fueron asesinadas en las cámaras de gas nazis. Su amada Milena Jesenská también murió en el campo de concentración de Rabensbrük.